Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima tercera parte)

miércoles, 29 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima tercera parte)

Si bien la doctrina mercantilista puede ser entendida primordialmente sobre la base de sus orientaciones prácticas y de su promoción empírica, hubo en todos los nuevos Estados nacionales autores que se dedicaron con cierta coherencia a estructurar sus principios generales. Cabe destacar a Antoine de Montchretien (1576-1621) en Francia, Antonio Serra en Italia, Philipp von Hornick (1638-1712) en Austria, Johann Joachim Becher (1635-1682 en Alemania, y Thomas Mun (1571-1641) en Inglaterra. Los estudiosos de esta materia han comprobado que las obras de todos ellos en general sólo brindan elementos de juicio restringidos, pues se limitan a exponer con mayor o menor brevedad los mismos conceptos, y presentan más afirmaciones que argumentos. Se intuye que sus opiniones, sin excepción, no son propias, sino más bien de los mercaderes de quienes fueron portavoces.

Thomas Mun fue, en muchos aspectos, el más distinguido de todos, y desde luego el más conocido en el mundo de habla inglesa; su obra más notable, England’s Treasure by Forraign Trade or The Balance of our Forraign Trade is the Rule of our Treasure, fue publicada póstumamente en 1664. Lo mismo que James y John Estuart Mill en épocas posteriores, estuvo empleado al servicio de la gran Compañía de las Indias Orientales. Durante ese período, la compañía estaba autorizada a exportar para sus fines 30000 libras esterlinas en oro o plata en ocasión de cada viaje, siempre que volviera a importar la misma suma en un plazo de seis meses. Este era un recurso mercantilista preciso y práctico para conservar los fondos, que Mun preconizó entusiásticamente en sus primeros escritos. Más tarde, cuando ya no estuvo obligado a defender esta clase de argumentos, rectificó y se pronunció terminantemente en contra de una política tan dispendiosa.

El único elemento que alivia el tedio de los escritos mercantilistas es su apelación expresa, a veces emotiva, y hasta lacrimosa, a los propios intereses, o a favor de éstos. Montchretien, en un pasaje con delicadas resonancias modernas, describe a los lectores los tiernos suspiros de las mujeres y los lamentables llantos de los niños de quienes han padecido en su trabajo los efectos de la competencia extranjera. Mun, en England’s Treasure, presenta una docena de reglas para maximizar la riqueza y el bienestar de Inglaterra, incluida la abstención del elevado consumo de mercancías extranjeras en la dieta y atavío … (si el consumo ha de ser pródigo) que se utilizando nuestros propios materiales y manufacturas … para que así los excesos de los ricos puedan dar empleo a los pobres. Posteriormente aconsejo que se vendiera siempre caro a los extranjeros lo que éstos no tenían, y barato lo que pueden obtener de otro modo; utilizar los buques propios para las exportaciones (idea mercantilista que sobrevive poderosamente en la legislación estadounidense actual); competir más eficazmente con los holandeses en materia de pesca; comprar barato, en lo posible en países lejanos, y no a mercaderes de ciudades comerciales vecinas; y no dar oportunidades comerciales a competidores cercanos.

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima segunda parte)

martes, 28 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima segunda parte)

Durante ese mismo período se constituyó la compañía Británica de las Indias Orientales, institución que resultaría muy duradera (1600-1874), y en 1670 la corporación elegantemente denominada Caballeros Aventureros Mercaderes de la Bahía de Hudson, que existe todavía, si bien su casa matriz se ha trasladado de Gran Bretaña de Gran Bretaña a Canadá. Por su parte, la Compañía francesa de las Indias Orientales obtuvo su patente en 1664. Cada una de esas compañías gozó de un monopolio concedido para explotar las regiones que se les habían asignado o que habían escogido. Todas ellas se veían asimismo en la necesidad de resistir, mediante el uso o la amenaza de las armas, la penetración de los restantes monopolios nacionales a quienes se habían otorgado privilegios similares. De esta forma, las empresas hicieron su aparición no sólo como instrumentos comerciales, sino también bélicos.

A fines del siglo XVII y principios del siglo XVIII prosiguió el registro de compañías por acciones, como llegaron a titularse, con una creciente variedad de objetivos. Mediante este proceso, tanto el comercio con las colonias americanas, como el gobierno de las mismas quedaron en manos de compañías registradas.

En los decenios posteriores a 1700 surgió un nuevo y más espectacular antecedente de las corporaciones modernas, concretado en las alzas tan exuberantes como insensatas de las bolsas de valores de París y Londres. En la primera de estas dos ciudades, bajo los auspicios (y desde cierto punto de vista, gracias al genio) de John Law, se desató una asombrosa inflación de las acciones emitidas por la Compañía de Mississippi que había sido creada para explotar unas minas de oro supuestamente ricas, pero por desgracia imaginarias, en el territorio de Luisiana. En Londres, a su vez, se crearon la Compañía de los Mares del Sur y otras por el estilo, entre ellas una destinada a la explotación de una fuente de energía hasta ahora insuficientemente utilizada, a saber, la rueda del movimiento continuo, y otra, muy celebrada en la historia de la especulación por su misterio, destinada a ejecutar un proyecto muy rentable que nadie sabe en qué consiste.

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima primera parte)

lunes, 27 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima primera parte)

Mercantilistas y la balanza comercial favorable

Hacen legión los estudiosos que observaron la circunstancia de que la lucha de los Estados mercantilistas por obtener una balanza comercial favorable (o sea, que el valor de las exportaciones sea mayor que el de las importaciones) no era un juego en el que todos pudieran salir ganadores. Pocas verdades son más evidentes en el terreno de la economía. Pero esto no indujo a ningún Estado a desistir del esfuerzo, como tampoco lo induce ahora. Hasta el día de hoy, toda nación ha mirado a su balanza comercial y se ha preguntado si no podría mejorarse.

El mercantilismo y la intervención del estado

La era del capitalismo mercantilista fue rica en precedentes de políticas que luego asumirían importancia y darían lugar a polémicas, como por ejemplo la intervención del Estado a favor de la industria, la protección arancelaria y una política de la balanza comercial. Pero mayor trascendencia que todos ellos, revistió la aparición de un elemento que se convertiría, durante la época contemporánea, en la institución económica predominante, a saber, la gran empresa moderna.

Al principio se trataba de una nueva asociación provisional de individuos que aunaban sus esfuerzos y sus capitales para una tarea común o para alguna expedición mercantil, y para asegurar precios no competitivos en la compra y venta de los productos respectivos. Los orígenes de estas asociaciones, o de otras similares, pueden rastrearse ya en los gremios medievales. En el siglo XV los Mercaderes aventureros, mercaderes que vendían telas inglesas en el continente, se agruparon en una federación bastante laxa que con el tiempo fue adoptando una forma más cohesiva. Por aquel entonces, tanto en la compañía de Moscovia, fundada en 1555, como en la compañía neerlandesa de las Indias Orientales creada en 1602, el capital ya no estaba comprometido exclusivamente a un viaje o una actividad particular, sino que constituía la base permanente de todas las operaciones.

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima parte)

domingo, 26 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Décima parte)

Mercantilistas y los metales preciosos

En forma similar, las existencias de metales preciosos en manos de un comerciante era en aquellos tiempos el índice simple y fidedigno de su eficacia financiera. No hay tendencia más trillada que aquella según la cual lo que es bueno para el individuo, es bueno para el Estado, opinión que ha sido denominada falacia de la composición. Según esta, en su forma moderna habitual, lo que es conveniente para la economía privada en materia de ingresos, gastos y deudas, es conveniente pari passu para el gobierno. Hace ya mucho tiempo que se considera que la insistencia mercantilista en la acumulación de oro y plata como objetivo de la política pública constituye una falacia de composición. No está claro que lo fuera: como ya se mencionó, aquellos eran años de persistentes conflictos bélicos, y con los metales preciosos podían comprarse los buques y los suministros indispensables para mantener las tropas y sostener las campañas militares. Las referencias al oro y la plata como el nervio de la guerra figuran con frecuencia en las exposiciones de la política mercantilista. De ello se deduce que los gobernantes estaban en lo cierto cuando vinculaban el poder militar y las fuerzas nacionales con políticas que les permitían o parecían permitirles la acumulación de dichos metales. El mercantilismo tenía fuertes raíces en la defensa nacional y en las guerras de agresión.

Sus manifestaciones prácticas, los decretos y leyes mercantilistas, incluían la imposición de aranceles aduaneros y de distintas clases de prohibiciones a la importación. También implicaban la concesión de patentes de monopolio, la cual era práctica habitual en la Inglaterra isabelina y se llevaba a cabo incluso en artículos tan secundarios como las barajas de cartas. Estas concesiones fueron una merced oficial que continuó hasta que fueron derogadas por el parlamento durante el reinado de Jacobo I mediante el Estatuto de los Monopolios, adoptado en 1623-1624. También se practicaba el registro oficial de las grandes compañías mercantiles. Por último, tuvieron lugar persistentes esfuerzos oficiales para la limitar la exportación de oro y plata. Estos, según se puede suponer, fueron en gran parte infructuosos. Al igual que en el control de cambios actual, del que constituyó un precoz antecedente, la prohibición se burlaba con facilidad, y la evasión, a diferencia del hurto o el asesinato, no perturbaba significativamente el sentido moral de la comunidad, ni el de quienes la perpetraban.

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Novena parte)

sábado, 25 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Novena parte)

Los mercantilistas y la competencia

De vuelta al mercantilismo y a sus decantadas creencias (o errores, como se las denominaría posteriormente), se debe mencionar en primer lugar la actitud negativa de los mercaderes con respecto a la competencia. Tanto la detestaban, que aprobaron la adopción del monopolio, o de la regulación monopolista de precios y productos. Asimismo, dad la influencia que los mercaderes ejercían sobre el Estado, prevaleció una honda creencia en la benignidad del mismo y en las ventajas de su intervención en la economía. Y por último, como cuadraba a un medio en donde predominaba la mentalidad de los comerciantes, se convino con éstos en que la acumulación de oro y plata (riqueza pecuniaria) debía constituir el primer objetivo de la política personal y pública, a la cual debían dirigirse invariablemente los esfuerzos individuales y la regulación pública: siempre es mejor vender mercancías a los demás que comprárselas, pues lo primero otorga ciertas ventajas, mientras que lo segundo acarrea inevitables perjuicios.

Con el transcurso de los años y con el ocaso de la era mercantil, el mercado competitivo pasó a convertirse en un tótem religioso, y el monopolio en el único defecto deplorable en el seno de un sistema por otros conceptos óptimo. Posteriormente se hizo evidente que la noción de la riqueza nacional no dependía de la oferta de dinero, sino de la producción total de bienes y servicios. Así resulta fácil comprender por qué se adoptó una actitud desdeñosa frente a la política mercantilista, y por qué en un momento dado pudo considerarse que la peor falta en un economista o en un legislador o asesor en materia económica era su adhesión a las tendencias del mercantilismo. En esta forma llegaron a imponerse concepciones más acertadas, pero es preciso reconocer que el mercantilismo constituyó en su momento una expresión relevante y predecible de los intereses del príncipe y el comerciante.

Como acaba de mencionarse, a los mercaderes de la era mercantilista no les agradaba la competencia en materia de precios, desagrado éste que muchos comerciantes comparten todavía en la actualidad. En cambio, les convenían los métodos opuestos, como por ejemplo los convenios o acuerdos entre los vendedores respecto de los precios, el otorgamiento de concesiones o patentes de monopolio por parte de la corona en relación con determinados productos, el monopolio del comercio con alguna región del planeta, y la prohibición de toda producción que pudiera presentar competencia, así como la venta de los productos respectivos en las colonias del nuevo mundo. La tendencia a identificar los intereses de determinado grupo con el interés nacional no es un factor que pueda sorprender a los observadores modernos.

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Octava parte)

viernes, 24 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Octava parte)

El concepto del justo precio también fue perdiendo terreno ante el avance del mercantilismo, pues la suprema preocupación de los mercaderes no era sostener precios demasiado elevados, sino impedir que la competencia los redujera en exceso.

Los salarios tuvieron un papel escaso o nulo en la teoría y en la práctica del mercantilismo. En esto fue determinante el papel del comercio exterior, como se diría actualmente. Los trabajadores distantes, ya fueran esclavos, siervos y hombres libres, que producían telas, especias, azúcar o tabaco en tierras remotas de Oriente u Occidente, no eran tomados en cuenta para nada. Pero lo mismo sucedía con los trabajadores de regiones más cercanas, Las manufacturas domésticas implicaban que marido, mujer e hijos trabajaran en el hogar, transformando en telas la materia prima suministrada por el mercader. Tampoco en este caso se pagaba un salario propiamente dicho, pues el empresario mercantil pagaba simplemente por el trabajo la suma necesaria para que éste fuera ejecutado. Como sobre esta base no podía edificarse un teoría de salarios, no hubo ninguna que valiera la pena dentro del pensamiento mercantilista.

La industria doméstica exige una atención particular. En siglos posteriores, el sistema fabril, con sus miradas de trabajadores encuadrados y regimentados, evocaría una vívida imagen de explotación. En cambio, las industrias domésticas o aldeanas parecerían suscitar, por contraste, una impresión de independencia familiar y de benévola autoridad y responsabilidad paterna, es decir, una escena tranquila desde el punto de vista social. Las personas propensas a la ternura imaginarán todavía hoy la posibilidad de dedicarse a artes y oficios ejercidos en el hogar, para huir de las disciplinas rigurosas del mundo económico. En la India se exige a todos los gobiernos, y a casi todos los políticos, según la mejor tradición gandhiana, que fomenten la recuperación de las industrias domésticas, incluidas las de hilados y tejidos que atrajeron a los mercaderes y a las grandes compañías mercantiles a Madrás, Calcuta y Bengala en la era del capitalismo comercial. Son al parecer muchos los que han olvidado la terrible explotación inflingida a hombres y mujeres bajo la amenaza de morir de hambre, y de igual modo a los hijos por sus padres. Por otra parte, la gerencia desempeñada por una cabeza de familia no raya siempre a gran altura en cuanto a eficacia e inteligencia. Sería bueno que muchos de los que han descrito o celebrado el idilio hogareño de las industrias domésticas a lo largo de los siglos hubieran experimentado personalmente sus rigores cuando constituía la única fuente de ingresos.

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Séptima parte)

jueves, 23 de abril de 2009

Mercantilistas – Los mercaderes y el estado (Séptima parte)

Obvio es mencionar que el mercantilismo representó una señalada ruptura con las actitudes éticas y con las prescripciones de Aristóteles y de santo Tomás de Aquino, como con las propias del Medioevo en general. Dado que los mercaderes buscaban abiertamente la riqueza en una sociedad en la cual ejercían influencia, por momentos dominante, tal actividad perdió sus connotaciones perversas o negativas. Los mercaderes eran acomodaticios en asuntos de conciencia. Es posible que el protestantismo o en particular el puritanismo hayan coadyuvado a este proceso, pero en definitiva la fe religiosa, como siempre, se adaptó a las circunstancias y necesidades de la economía.

A medida que la riqueza y las actividades destinadas a lograrla fueron haciéndose respetables, también adquirió respetabilidad, en ausencia de excesos, el préstamo con interés. Esta fue otra forma de adaptación a la realidad imperante. Hacia fines de la Edad Media, como se ha podido verificar abundantemente, había surgido ya la distinción entre las diferentes clases de interés. Por ejemplo, podían condenarse con indignación los intereses que presentaban una exacción impuesta a los menesterosos por los afortunados. O bien los que cobraban a algún noble o príncipe prodigo, que gracias a su importancia y a su buena oratoria podía hacerse escuchar cuando protestaba contra los pagos abusivos que se le exigían. Pero no sucedía lo mismo cuando el prestatario obtenía beneficios de la utilización del préstamo. En ese caso, sobre la base de una elemental equidad podía sostenerse que debía compartir sus beneficios con el prestamista que los había hecho posibles, indemnizándolo al mismo tiempo por el riesgo de pérdida. Tanto la doctrina de la iglesia católica como la de las protestantes, aunque sólo gradualmente, y de mala gana, fueron haciendo las concesiones necesarias a las circunstancias de la economía. Así llegó a resultar legítima la financiación de las operaciones mercantiles con dinero prestado, y ya no se negó a los comerciantes el acceso al paraíso.